Fue hace más de veinticinco años, pero rondarás más los cuarenta que los cincuenta porque eras muy joven, casi un niño comparado conmigo que te superaba por poco y que ni con la chupa de cuero había forma de quitarme la cara de niño bueno que tenía. Era una época de cambios, nos enteramos tarde de que ya se había acabado la movida madrileña, pasábamos poco a poco de la cerveza en litrona al whisky y de las pipas a la hamburguesa, y a los fans de Los Enemigos les gustaba Rosendo, pero a los de Rosendo no les gustaban los Enemigos. Hacía frío, en eso eramos más serios, llegaba Febrero y nevaba como mínimo un par de veces.
En los telediarios se hablaba de la Unión Europea, de González y 'Los Albertos'. Aburrida la tele, la teníamos como ahora, todo el día encendida, pero sin mirar, sin poner interés. La televisión nunca ha sido refugio del rockero, la MTV siempre ha sido floja, y La Edad de Oro duró poco. La radio era otra cosa, lo que pasa que unos años madrugabas con la Factoría y otros trasnochabas con el Buho. Y a algunos había que perseguirlos como al correcaminos: un día dormías la siesta con Juan de Pablos y te acostabas con Julio Ruiz y al día siguiente era al contrario. Pero más o menos estábamos al día, vamos que Bruce Springsteen y Sting nos incluían en sus giras y no faltaban grupos para llenar los cuatro garitos que programaban conciertos.
Y entonces llegó la noticia: Los Ramones empezaban gira en Madrid. Iba a ser el 7 de Febrero de 1989, y todos aquellos que en el año 80 no sabíamos lo que era salir de casa sin ir de la mano de mamá teníamos la oportunidad de ver uno de los grupos más atípicos que ha dado la historia del rock. Los Ramones, a los que teloneó Nacha Pop en un concierto que pocos vieron en Vista Alegre, volvían para ofrecernos...Un momento, ¿qué esperábamos de los Ramones? habíamos oido sus canciones en disco, veloces, sus canciones en concierto, más veloces, sonido sucio en su primer lp, sonido limpio en el end of the century. No, no sabíamos en que consistía un concierto de Los Ramones. Podría haber sido uno de esos en los que enciendes un mechero al llegar al Baby I Love you o en el que te acercas al baño en el intervalo hasta los bises. Pero nada de eso eran Los Ramones. Nos enteramos años después de que no se soportaban ni se hablaban, y sorprendente fue saber que ni siquiera ganaban dinero con la música, ¡vivían de las camisetas!.
Pero eso fue después. En aquel momento 4.000 almas felices, en parte por la emoción de ver a su grupo favorito y en parte por la alegría que dan unas cuantas cervezas en el cuerpo, entrábamos en el peor local que ha tenido Madrid para ver un concierto. Unos servicios insuficientes para tal gentío me hicieron perderme a BB Sin Sed, a los que intuí entre el humo y el terrible sonido del lugar. Y entonces llegó el momento. Indescriptible, alegre, atronador y con mucho, mucho movimiento. El público comenzó a saltar, gritar, agitar brazos e incluso cantar, porque aunque parezca increíble distinguíamos una canción de otra, en medio de un rugido guitarrero, distorsionado por los pedales y por la infame acústica del Palacio de los Deportes. La mano de Johnny era más rápida que nuestra capacidad de reposición vertical, y las mareas laterales te hacían pasar en un instante de ver a Joey o a Dee Dee delante de ti.
Y en ese momento ocurrió. Un chavalín poco corpulento que estaba a mi lado fue engullido por un montón de chupas negras que saltaban de un lado para otro, quedando como única presencia un bulto sospechoso a la altura de mi mano que no sabía si estaba tocando un mechón de pelo o vete tú a saber qué. Con más fuerza que maña y ninguna delicadeza - ahí no estuve fino - tiré de él hacia arriba y salió a flote una carita congestionada, algo por el alcohol, y bastante por el calor insoportable que hacía allí dentro. Me dijiste un escueto "gracias tío, no podía salir".