Seguro que se han escrito muchos estudios sobre la psicología del turista. Ese sujeto que, no bien cruza la raya de su ciudad, abandona sus rectos hábitos de vida y se transforma en una persona de comportamiento impredecible. Otra forma de vestir, otra forma de beber, otra forma de moverse por la vida... Sobran los ejemplos.

Tengo mis turistas favoritos: aquellos que llevan años sin pisar los museos de su propia ciudad, pero que hacen una cola interminable para ver una exposición en el extranjero; o los que jamás cogen el metro en casa pero ponderan lo bien que funciona el de cualquier otro sitio.

En fin. Todos hemos cometido 'turistadas'. Veamos un caso práctico. Sea una turista, digamos, de Madrid; de viaje, pongamos, por Baviera. La turista, amante de los bares de barra tranquila y de las cañas bebidas en tres tragos, se ve envuelta en una romería por cervecerías del tamaño de Maracaná y en las que la medida mínima que se despacha es el medio litro.

 

La turista, amante también (a falta de otras cosas) de la buena música de variados géneros, se bebe sin bochorno alguno sus cervezas mientras asiste a la interpretación, por parte de una banda local (70 años de media), de insoportables cancioncillas populares, que parte del público recibe jarra en alto y entre muestras de euforia.

Lo mejor es que la turista se lo está pasando en grande. Las cervezas caen una tras otra, la mesa corrida le parece el más acogedor de los escenarios y, por debajo del mantel, los pies se le van al ritmo del folclore bávaro. La transformación se ha consumado.

En un momento dado, mientras los miembros de la banda descansan para vaciar sus correspondientes jarras, el móvil de la turista vibra sobre la mesa y llama su atención y la de los desconocidos que se sientan al lado. Antes de que pueda responder, comienza a sonar la sintonía que tiene grabada desde hace meses: 'Sea of Heartbreak'. Versión de los Searchers.

El turista de enfrente, quien quiera que sea, da un respingo. Se le ilumina la cara. Busca los ojos de la dueña del teléfono y empieza a cantar: “The lights... in the harbour... don't shine for meeee”.  La turista apenas puede esbozar una sonrisa antes de contestar la llamada.

Mientras ella habla (más de lo que hubiera querido), el vecino de mesa paga su consumición y se va. Cuando abandona la mesa, ambos intercambian un rápido cruce de miradas. Un gesto insignificante. Un leve guiño de complicidad. Pero una señal de que, bajo el perfil pasajero del turista accidental, aún puede latir el auténtico corazón de un viajero.